Hace unos días
salimos a caminar por uno de esos lugares extraviados entre olvidos y
nostalgias de los que ya la mayoría no conoce o, ni se acuerda.
Con las
manos flageladas por los años de arduo trabajo, un paladar inquieto y su mirada
hacia un panorama tan lejano y subestimado se encontraba don Fulgencio, frente
a su viejo trapiche con caña, sin panela y sin aliento.
¡Se acabó el
trapiche! Qué desgracia para nuestros recuerdos, dijo el hombre…
Cuando niños
jugábamos en todos los lugares posibles del campo, pero había uno especial para
nosotros, era el trapiche, por su olor a caña fermentada que nos mantenía embebidos
o embriagados con su aroma.
Para
nuestras almas campesinas el trapiche era el lugar preferido para visitar, nos
parecía un lugar mágico, pues nos reactivaba la vista, el olfato, el paladar, el
oído; y sobre todo los recuerdos de una niñez divertida y productiva en cuanto
a ideas locas.
En sus enormes
fondos bullía el guarapo, a cientos de grados Celsius, se transformaba en miel
o panela, la cual nos alimentaba la vida llenándonos de energías para recomenzar
las aventuras cada día.
Cada que veo
un trapiche desde la distancia puedo observar el vapor fluyendo a borbotones hacia
el cielo. Junto a él se van todos los olores y sabores.
En los
trapiches se encuentran los misterios bien escondidos, pero están a la vista de
los observadores. Y todos sabíamos cómo se sucedían las cosas, y cómo se conjugaban
todos los elementos.
El agua como
principal elemento de la vida, la caña, elemento portador de todos los olores y
sabores, las mulas de carga, quienes las transportaban desde las lejanías hasta
el molino.
El trapiche era
un lugar amplio y generoso, sin paredes ni puertas que encerraran o atraparan
las ideas avanzadas de niños traviesos y soñadores de alegrías y libertades.
Por allí entraba
el sol, el aire fluía libre, entraban los obreros con sus mulas cargadas de
caña, igual que entraban todos los bichos deseosos de endulzar sus vidas y su
casa.
El trapiche
es un lugar fantástico para toda clase de espectáculos, vivo y lleno de colores
y sabores, donde se entremezclan todos los movimientos, tales como: descargar
las bestias, echar la caña al molino, recoger y amontonar el bagazo, pasar de
un fondo al otro el guarapo, hacer correr el melado por los canales, batir un
alfondoque o batidillo, empacar la panela en ramas de caña o en cajas. En fin, allí
danzan todas las artes y los movimientos.
Definitivamente
allí los movimientos todos son arrítmicos, bruscos y llenos de inarmonía, desbordantes
de soberbia, que parecen gritar: “todo esto es hechura de las manos de los valientes”.
El ojo y sus
visiones, la memoria de largo plazo que en realidad es muy corta, el camino de los
arrieros que atraviesan potreros y pastizales, las barriadas que se forman por
el paso de los animales.
Ahora, envés
de molinos movidos por mulas son motores eléctricos, la caña se transporta en
camiones o tractores, y los obreros se reducen a la mitad o menos.
Pero ahora están
vigentes la dura prohibición de libertad en los trapiches, y se han convertido
en calurosas fatorías.
El otro
problema que juega en contra de los trapiches es el precio de la panela, que baja
cuando a los grandes compradores se les antoja. Por lo que es mejor dejar perder
la caña o no sembrarla.
Nuestros cañales
se encuentran por laderas hostiles pero fértiles tanto como en los valles pródigos
de nutrientes en donde depositamos nuestra fe y trabajo de cada día. Cuando nuestra
labor es persistente siempre dará fruto, y esto es lo que se ve en los cañadulzales.
Sembradíos, trapiches
y comidas.
Mientras permanezcan
los obreros frente a sus cultivos, aquellos amantes empedernidos de los frutos
que la madre tierra concede a quienes las cultivan, las entrañas de la tierra
nos proveerán de sus formas inimaginables de sabores y olores conocidos o irreconocibles,
aun así, diferenciables unos de otros.
Los cantos y
carcajadas entre surcos sembrados de caña y otros cultivos, encontramos alardeando
a campesinos y a sus fieles escuderos, sus mulas de carga y perros compañeros;
trabajando y disfrutando de sus deliciosos y ancestrales alimentos. Sus inmensas
arepas con yuca y carne asada en sus anheladas medias nueves o también llamado
el “puntal” por acá en nuestras tierras; haciendo del trabajo campesino todo un
deleite.
Aquellas ancestrales
recetas ya olvidadas o escondidas entre recuerdos de un pasado que no se olvida,
han ido dejando tras bambalinas una nostalgia por la comida de la abuela y los
recuerdos de la juventud en el campo y todo lo que ello significa a nuestro ser
interno.
Una felicidad
extraviada por los años, disimulada con los aromas modernos, el maíz que más de
uno molió en esas máquinas de dar vueltas, pero que al volver a casa de
nuestros ancestros y probar la comida que la abuela o mamá hacían, nos
transportan a épocas remotas donde todo sabía a gloria; porque la separación
agobia.
Y he aquí la
pregunta.
¿Cómo es que
después de tal grandeza de nuestra tierra, termina reducida a poco más que un
recuerdo revivido en ocasiones, cuando a ella volvemos?
Pero, como
dijo el anfitrión de este bello momento. Los hijos crecieron y se fueron lejos,
de esta forma nuestras manos expertas se fueron quedando solas y sin alientos. Y
ellos, nuestra descendencia cruzando el camino viejo, partieron a nuevas
tierras, buscando otros horizontes más de acuerdo con sus conocimientos.
Es entonces
cuando la belleza de los recuerdos surge de entre lo más profundo de las cenizas
al contacto con las brasas que saltan nerviosas, cuando volvemos a tierras de
nuestros ancestros, aquellas que sustentan ilusiones y alimentan a familias
enteras.
Memorias con
aroma a humo
Luego de
comer arepa de maíz pelao con tinto y guarapito, nos quisimos marchar de aquel
lugar sin antes dar las gracias a quienes con sus manos las habían fabricao.
Y ¿cómo le
hacen ustedes, para que estas delicias me recuerden a mi abuela y a tantos
familiares que en mi pasado habían quedado? Pregunté un tanto emocionado.
Más de 50
años de experiencia quemándonos las manos, moliendo el maíz y junto con mi esposo,
desde la mañana hasta el oscurecer trabajando sin dar queja, ese es el secreto
de la abuela, la suya, la mía y la de todos en el campo, que le dan sabor a
vida y alegría a la comida.
El café, la arepa,
los molidos, los envueltos, las hayacas y todo lo que por acá se cultiva, como
la caña de azúcar, las vacas y la sandía.
Aunque lamentamos
sí, las costumbres perdidas, la falta de obreros como en aquellos tiempos
memorables, damos gracias a Dios y decimos: “bendito sea el señor” que nos
tiene sanos y salvos.
Así terminamos
aquel día acompañados por buenos amigos una hermosa jornada caminada bajo el inclemente
sol de verano.
Si los
trapiches hablaran, cuántas historias nos contarían, pues sin boca ni
pensamientos nos dejan todo a la imaginación de quienes nunca por allí
vivieron.
Si un día te
sientes abrumado por tu pasado, “sal y camina hacia tus recuerdos”.
Permite que el
contacto con la naturaleza, el verdor de su grandeza, el canto de las aves, la
brisa que atraviesa la copa de los árboles que hace cantar hasta el más triste de
los mortales, y saca corriendo el hambre de los que están amparados por la
pobreza.
Con los
cuentos de los abuelos se distiende el alma y la espalda al mismo tiempo,
dejando listo el cuerpo para seguir con la labor ya sea al medio día o al caer el
tiempo.
Esta es la
forma más factible de entablar vínculos con quienes se encuentran lejos, narrando
y describiendo las experiencias vividas cuando salimos a recorrer el mundo,
solos o acompañados con nuestros recuerdos, a lugares de este mundo donde el
cielo se conecta con la tierra en cada momento.
Al final del
día, nuestra caminata fue algo bastante extraño, muy diferente a la de otros días.
Recorrimos 9 Km en casi cinco horas, de bajada y de subida, se varó un
caminante y tocó bajarlo en guando desde por allá arriba.
Pero como diría
don Fulgencio, gracias a Dios por este bendito día, porque todo salió bien, no
hubo muerto ni herido, tan solo fue el cansancio de un caminante a quien sus
piernas no le daban un paso más por lo duro de la travesía.
JoseFercho ZamPer.
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