lunes, 15 de abril de 2024

El trapiche y mis recuerdos.

 Hace unos días salimos a caminar por uno de esos lugares extraviados entre olvidos y nostalgias de los que ya la mayoría no conoce o, ni se acuerda.

 Con las manos flageladas por los años de arduo trabajo, un paladar inquieto y su mirada hacia un panorama tan lejano y subestimado se encontraba don Fulgencio, frente a su viejo trapiche con caña, sin panela y sin aliento.

 ¡Se acabó el trapiche! Qué desgracia para nuestros recuerdos, dijo el hombre…

 


Cuando niños jugábamos en todos los lugares posibles del campo, pero había uno especial para nosotros, era el trapiche, por su olor a caña fermentada que nos mantenía embebidos o embriagados con su aroma.

 Para nuestras almas campesinas el trapiche era el lugar preferido para visitar, nos parecía un lugar mágico, pues nos reactivaba la vista, el olfato, el paladar, el oído; y sobre todo los recuerdos de una niñez divertida y productiva en cuanto a ideas locas.

 En sus enormes fondos bullía el guarapo, a cientos de grados Celsius, se transformaba en miel o panela, la cual nos alimentaba la vida llenándonos de energías para recomenzar las aventuras cada día.

 Cada que veo un trapiche desde la distancia puedo observar el vapor fluyendo a borbotones hacia el cielo. Junto a él se van todos los olores y sabores.

 En los trapiches se encuentran los misterios bien escondidos, pero están a la vista de los observadores. Y todos sabíamos cómo se sucedían las cosas, y cómo se conjugaban todos los elementos.

 El agua como principal elemento de la vida, la caña, elemento portador de todos los olores y sabores, las mulas de carga, quienes las transportaban desde las lejanías hasta el molino.  

 El trapiche era un lugar amplio y generoso, sin paredes ni puertas que encerraran o atraparan las ideas avanzadas de niños traviesos y soñadores de alegrías y libertades.

 Por allí entraba el sol, el aire fluía libre, entraban los obreros con sus mulas cargadas de caña, igual que entraban todos los bichos deseosos de endulzar sus vidas y su casa.

 El trapiche es un lugar fantástico para toda clase de espectáculos, vivo y lleno de colores y sabores, donde se entremezclan todos los movimientos, tales como: descargar las bestias, echar la caña al molino, recoger y amontonar el bagazo, pasar de un fondo al otro el guarapo, hacer correr el melado por los canales, batir un alfondoque o batidillo, empacar la panela en ramas de caña o en cajas. En fin, allí danzan todas las artes y los movimientos.

 Definitivamente allí los movimientos todos son arrítmicos, bruscos y llenos de inarmonía, desbordantes de soberbia, que parecen gritar: “todo esto es hechura de las manos de los valientes”.

 El ojo y sus visiones, la memoria de largo plazo que en realidad es muy corta, el camino de los arrieros que atraviesan potreros y pastizales, las barriadas que se forman por el paso de los animales.  

 Ahora, envés de molinos movidos por mulas son motores eléctricos, la caña se transporta en camiones o tractores, y los obreros se reducen a la mitad o menos.

 Pero ahora están vigentes la dura prohibición de libertad en los trapiches, y se han convertido en calurosas fatorías.

 El otro problema que juega en contra de los trapiches es el precio de la panela, que baja cuando a los grandes compradores se les antoja. Por lo que es mejor dejar perder la caña o no sembrarla.  

 Nuestros cañales se encuentran por laderas hostiles pero fértiles tanto como en los valles pródigos de nutrientes en donde depositamos nuestra fe y trabajo de cada día. Cuando nuestra labor es persistente siempre dará fruto, y esto es lo que se ve en los cañadulzales.

 Sembradíos, trapiches y comidas.

 


Mientras permanezcan los obreros frente a sus cultivos, aquellos amantes empedernidos de los frutos que la madre tierra concede a quienes las cultivan, las entrañas de la tierra nos proveerán de sus formas inimaginables de sabores y olores conocidos o irreconocibles, aun así, diferenciables unos de otros.

 Los cantos y carcajadas entre surcos sembrados de caña y otros cultivos, encontramos alardeando a campesinos y a sus fieles escuderos, sus mulas de carga y perros compañeros; trabajando y disfrutando de sus deliciosos y ancestrales alimentos. Sus inmensas arepas con yuca y carne asada en sus anheladas medias nueves o también llamado el “puntal” por acá en nuestras tierras; haciendo del trabajo campesino todo un deleite.

 Aquellas ancestrales recetas ya olvidadas o escondidas entre recuerdos de un pasado que no se olvida, han ido dejando tras bambalinas una nostalgia por la comida de la abuela y los recuerdos de la juventud en el campo y todo lo que ello significa a nuestro ser interno.

 Una felicidad extraviada por los años, disimulada con los aromas modernos, el maíz que más de uno molió en esas máquinas de dar vueltas, pero que al volver a casa de nuestros ancestros y probar la comida que la abuela o mamá hacían, nos transportan a épocas remotas donde todo sabía a gloria; porque la separación agobia.

 Y he aquí la pregunta.

¿Cómo es que después de tal grandeza de nuestra tierra, termina reducida a poco más que un recuerdo revivido en ocasiones, cuando a ella volvemos?

 Pero, como dijo el anfitrión de este bello momento. Los hijos crecieron y se fueron lejos, de esta forma nuestras manos expertas se fueron quedando solas y sin alientos. Y ellos, nuestra descendencia cruzando el camino viejo, partieron a nuevas tierras, buscando otros horizontes más de acuerdo con sus conocimientos.

 Es entonces cuando la belleza de los recuerdos surge de entre lo más profundo de las cenizas al contacto con las brasas que saltan nerviosas, cuando volvemos a tierras de nuestros ancestros, aquellas que sustentan ilusiones y alimentan a familias enteras.

 Memorias con aroma a humo

Luego de comer arepa de maíz pelao con tinto y guarapito, nos quisimos marchar de aquel lugar sin antes dar las gracias a quienes con sus manos las habían fabricao.

 Y ¿cómo le hacen ustedes, para que estas delicias me recuerden a mi abuela y a tantos familiares que en mi pasado habían quedado? Pregunté un tanto emocionado.

 Más de 50 años de experiencia quemándonos las manos, moliendo el maíz y junto con mi esposo, desde la mañana hasta el oscurecer trabajando sin dar queja, ese es el secreto de la abuela, la suya, la mía y la de todos en el campo, que le dan sabor a vida y alegría a la comida.

 El café, la arepa, los molidos, los envueltos, las hayacas y todo lo que por acá se cultiva, como la caña de azúcar, las vacas y la sandía.

 Aunque lamentamos sí, las costumbres perdidas, la falta de obreros como en aquellos tiempos memorables, damos gracias a Dios y decimos: “bendito sea el señor” que nos tiene sanos y salvos.

 Así terminamos aquel día acompañados por buenos amigos una hermosa jornada caminada bajo el inclemente sol de verano.

 Si los trapiches hablaran, cuántas historias nos contarían, pues sin boca ni pensamientos nos dejan todo a la imaginación de quienes nunca por allí vivieron.

 Si un día te sientes abrumado por tu pasado, “sal y camina hacia tus recuerdos”.

 Permite que el contacto con la naturaleza, el verdor de su grandeza, el canto de las aves, la brisa que atraviesa la copa de los árboles que hace cantar hasta el más triste de los mortales, y saca corriendo el hambre de los que están amparados por la pobreza.

 Con los cuentos de los abuelos se distiende el alma y la espalda al mismo tiempo, dejando listo el cuerpo para seguir con la labor ya sea al medio día o al caer el tiempo.

 Esta es la forma más factible de entablar vínculos con quienes se encuentran lejos, narrando y describiendo las experiencias vividas cuando salimos a recorrer el mundo, solos o acompañados con nuestros recuerdos, a lugares de este mundo donde el cielo se conecta con la tierra en cada momento. 

 


Al final del día, nuestra caminata fue algo bastante extraño, muy diferente a la de otros días. Recorrimos 9 Km en casi cinco horas, de bajada y de subida, se varó un caminante y tocó bajarlo en guando desde por allá arriba.

 Pero como diría don Fulgencio, gracias a Dios por este bendito día, porque todo salió bien, no hubo muerto ni herido, tan solo fue el cansancio de un caminante a quien sus piernas no le daban un paso más por lo duro de la travesía.

  



 JoseFercho ZamPer.